viernes, 25 de junio de 2010

Chicago en la Gran Vía

El otro día fui a ver Chicago, el musical, porque el teatro en el que se representa en Madrid está muy cerca de mi casa y habían puesto el cartel de “últimas semanas” y entonces me entró el agobio y saqué entradas. Y eso que lleva en cartel desde noviembre de 2009, a mí es que eso de “últimas semanas” me pone supernervioso. A mí me pone uno de estos artistas callejeros que se disfrazan de estatua un cartel de “últimas semanas” y yo creo que le doy 100 euros.
El caso es que quería ver Chicago. Porque adoro a Bob Fosse, porque la película de Rob Marshall me entusiasmó, porque me aprendí la banda sonora, porque en 1999 no pude ver una versión de Angels Gonyalons, Mar Regueras y Recard Reguant (me dijeron que no me perdí gran cosa), y porque domino a la perfección todas las coreografías de Velma Kelly excepto la del número de las presas y las sillas porque son demasiadas y no doy abasto para bailar como las cinco  a la vez.
No sé si habéis visto Chicago, la película. Cómo lo voy a saber. Si no, bajáosla de videoclub, con ella no vale eso de “a mí es que no me gustan los musicales”. Chicago no es de “esos” musicales (que personalmente también me gustan), así como tampoco lo era Moulin Rouge! En Chicago, la película, los números musicales se combinan con la vida real de una manera inteligente y prodigiosa, con unas transformaciones y transiciones sutiles y justificadísimas. O sea, que los personajes no se ponen a cantar y a bailar de pronto. No sucede eso de: “¿Sabéis una cosa? Os lo diré cantando. Charan-charan-charan: Con un pooooco de azuuúcar esa píldora, sabrá…” Da gusto cómo entran los números musicales de Chicago. Y cómo, en cada número, la trama avanza.
El "Chicago" de Rob Marshall.
No creo que Richard Gere y Renée Zellweger hagan mejores papeles que en Chicago. Dudo que Catherine Zeta Jones gane muchos más Oscars. Y eso seguro, ningún otro título ostentará el honor de recibir el Oscar a la mejor película de manos de Kirk y Michael Douglas escuchando las dos míticas frases que separan dos épocas: “And the Oscar goes to…” y “And the winner is…”
Otro de los motivos por los que quería ver Chicago el musical es que el reparto es muy parecido al que representó Cabaret hará cinco años, aunque faltaban Asier Etxeandía o Armando Pita, los dos pedazos de actores que se repartieron el papel de Maestro de ceremonias. Y esa versión, con Natalia Millán y Manuel Bandera, me convenció totalmente. Sí: soy un fácil. En Chicago también salen Manuel Bandera y Natalia Millán. Pero de repente el día que voy yo el papel de Natalia Millán lo hace Vanesa Bravo. Vaya. Se conoce que ese día Natalia descansaba o que había quedado. Vanesa Bravo hace de Velma Kelly (Catherine Zeta Jones para los que conozcáis la película) y Marcela Paoli de Roxy Hart (Renée Zellweger). Manuel Bandera hace de Richard Gere, claro, no va a hacer de Catherine o de Renée. Marcela Paoli es argentina, pero en la obra no pone acento argentino, pero a veces sí que se le escapa, y entonces queda muy raro. Tiene vis cómica, pero esa vis cómica a veces se le dispara a los registros de Lina Morgan, que no digo que sea malo, no, no lo digo pero lo pienso. El papel de Mama Morton, que en la obra de Bob Fosse y en la película lo debería hacer una negraza de Chicago, aquí lo interpreta Linda Mirabal, y no lo hace mal, pero con ella cambiamos el aire de Chicago por un tono caribeño, más cercano según mi chica a Carmen Miranda. Los números musicales están conseguidos, cierto es ello, y el hecho de ver a la orquesta como elemento principal del decorado (como en el montaje de Cabaret), me gusta. La traducción de las canciones al castellano, delicado asunto, está bien resuelta. Y los bailarines, aunque ellos parecen sacados de un programa de José Luis Moreno y ellas de un anuncio de productos adelgazantes con un “antes” y un “después”, cumplen de sobra su papel. Si tuviera que hacer una valoración más profesional y técnica de la labor de los bailarines, se resumiría en la frase: “Caramba, qué buena está la que hace de húngara”.
El trío protagonista de "Chicago" el musical.
Pero… ay. Además, a Chicago le falta algo. Con Chicago no me basta con que se cumpla con la hoja de servicios. Porque el musical original es muy grande, y yo salgo de su versión española con la sensación de que me ha faltado algo para salir encantado, no simplemente satisfecho. Ese algo es un punto de clase, de buen gusto, de excelencia. Lo tenía Cabaret, lo tenían por supuesto El fantasma de la ópera o Los miserables, pero no lo tiene, por ejemplo, Spamalot. Ese punto es el que distingue a las obras que recomiendas encarecidamente de las que simplemente dices… “bueno, si consigues entradas baratas puedes ir…” (pero ojo con la promoción de Movistar, te puedes meter en uno de estos eternos pleitos por los mini-timos de las telefónicas, con esas ofertas que de repente no funcionan y nadie se hace responsable).
Ah: y un aviso para las señoras de mediana edad que van a musicales y al teatro en general y aprovechan para dialogar mientras se desarrolla la acción: eso no se hace, hombre. Y otra cosa: cuando antes de empezar las obras una voz dice: “les recordamos que desconecten sus teléfonos móviles”, se refieren a que desconectemos los teléfonos móviles, o sea, que no es una frase con doble sentido o un mensaje en clave o algo así. Yo lo digo por si alguien que no sabe esto lee mi blog, y así lo convertimos en algo verdaderamente útil, demontre.
Por cierto, Chicago se ha estado representando en el Teatro Coliseum, el antiguo Cine Coliseum, ubicado con soltura en la Gran Vía de Madrid. En la Gran Vía de Madrid hace unos años había 13 cines y ahora hay sólo 4, como ya os conté en este blog con una tristeza y una melancolía de las que van quedando pocas en este país rencoroso donde nos miramos mal por la calle y sospechamos de la sexualidad de nuestros congéneres. Huy, releo esta última frase y veo que no viene a cuento. Disculpadme. Por lo menos, algunos de esos cines que han desaparecido se han reconvertido en teatros, y en tres de ellos se suelen representar musicales. Algo es algo.
Hace unos días vi un corto de Juana Macías, y una de las historias que lo componen tiene lugar en la puerta del Teatro Coliseum, bajo el cartel de Chicago. Es que este año la Gran Vía de Madrid cumple 100 años, y la pasada semana, uno de sus cines (el Callao) exhibió cuatro cortometrajes firmados por cuatro directores: el citado Gran Vía a.m. p.m., de Juana Macías; Nuestro primer amanecer, de Chus Gutiérrez; A 400 pasos, de de Max Lemcke (el mejor) y Un siglo de vida, de Sergio Candel. Todos tienen como telón de fondo a la Gran Vía. Alguno de ellos es excelente y alguno me da un poco de vergüenza ajena y otro poco de propia. Y en uno Macarena Gómez hace un cameo como herself pero en borde, y yo soy fan de Macarena Gómez y le debo un favor bastante obeso, así que le mando desde aquí un fuerte ósculo para no repetir tan cerca las palabras “obeso” y “beso”.
Un fotograma del cortometraje "Gran Vía a.m. p.m.", de Juana Macías, en el que aparece Chicago. Yo no estoy en la puerta porque no me paso ahí todo el día, qué os creéis..

Como siempre sucede con los cortos, no sé cómo podéis hacer ahora mismo para verlos, pero cuando me entere se lo cuento a Lydia Lozano y seguro que ella os lo cuenta a vosotros.